Hace poco escuché una conversación entre niños de cinco años de edad:
El niño a la niña: ¡Juguemos a las “escondidas”!
La niña: ¿Por qué?
El niño: … mmhh… porque sí!?
Creo que en muchos aspectos, los hombres y las mujeres pensamos, actuamos y reaccionamos diferente. Por lo menos es la sensación que tuve cuando escuché esta conversación completamente inocente entre niños, dónde la niña hace esa pregunta capciosa que nos encanta hacer a las mujeres hasta cuando nos dicen te quiero. Necesitamos saber el por qué. Hay que justificar. Y me encanta la respuesta simple y pragmática del hombre, pues porque sí. Punto. No le busques cinco pies al gato. Son sólo escondidas.
Es también la sensación que tengo cuando me quejo entre amigas de los defectos de mi esposo y resulta que los de ellas hacen exactamente lo mismo. Debo decir que hasta el día de hoy ninguna amiga me ha dicho que su esposo es bueno para buscar y encontrar objetos perdidos… al parecer eso de la visión conífera masculina versus visión perimetral femenina no es un mito. También muchas mujeres me han confirmado la incapacidad de sus esposos con respecto al “multitasking” (multitareas), y de su poca habilidad para hacer no sólo no muchas cosas a la vez, pero una sola cosa: “Mujeres, si un hombre dice que lo va a arreglar, lo hará. No hay necesidad de recordárselo cada seis meses”. La mujer que no esté de acuerdo con esta frase por favor levante la mano.
Ahora, es verdad que estas inquietudes las comparto siempre con otras mujeres, y no con otros hombres, por lo que quizá el fenómeno no sólo esté ligado a las generalidades propias de cada género sino a los roles dentro de la pareja. Para que mi hipótesis sea confirmada tendría que compartir mis quejas también con personas de sexo masculino, o con parejas homosexuales, para ver si les sucede lo mismo independientemente del sexo de su pareja.
De lo que no estoy nada segura es de las causas de estas diferencias, y sobre todo, no estoy convencida de que sean diferencias innatas y que realmente hombres y mujeres nacemos pensando diferente. Lo que sí me queda más claro cada día, es que la sociedad y la educación ejercen una enorme influencia en la diferenciación entre hombres y mujeres. Desde el mismito momento en que nacemos (y hoy en día ya desde antes de nacer, gracias a los avances de la tecnología y las ecografías) empezamos a tratar diferente a un hombre que a una mujer. Le decoramos el cuarto diferente, con colores diferentes, motivos diferentes, ropa diferente… Durante la infancia les fomentamos el sueño a las niñas de ser princesas y a los niños piratas. En muchos países lo primero que se le hace a una niña cuando nace es ponerle aretes en las orejas, dejando bien claro el rol que la estética y la apariencia física representarán en su vida. En la escuela rara vez motivan a una niña para que quiera ser astronauta, ingeniera mecánica o bombera, y también muy pocas veces van a impulsar a que un niño sea bailarín, enfermero o secretario.
En términos estrictamente físico/biológicos, existen dos diferencias importantes entre hombres y mujeres:
Primero, los genitales: los hombres tienen un pene y las mujeres tienen una vagina. Ahí no hay nada que hacer (bueno, sí, pero cuesta y duele). Además las mujeres son las únicas que tienen el don de la procreación, y hasta el día de hoy el hombre es incapaz de parir un hijo.
Segundo, la fuerza física: en términos generales, los hombres son más fuertes que las mujeres, y hasta ahora los récords mundiales olímpicos entre hombres y mujeres no son iguales como resultado de esa diferencia. Pero esto es sólo una generalidad, todos conocemos a muchas mujeres fuertotas y a hombres más bien debiluchos.
Es sobre todo esta generalidad la que nos lleva a pensar que un hombre, por tener mayor fuerza física, es mejor, y por lo tanto superior a la mujer. Si a esto se le añade la visión bíblica de que la mujer viene del hombre entonces el estereotipo sexista empeora aún más, colocando a la mujer en un peldaño inferior. Sin embargo, está demostrado que la fuerza física no lo es todo, y que la resistencia es igual de importante. Y en ese aspecto, las mujeres han demostrado ser tanto o más resistentes que los hombres: no hay mejor prueba que la potencia física de la mujer a la hora de parir.
Existen cientos de estereotipos que categorizan a la mujer como inferior al hombre, por ejemplo: las mujeres no manejan bien, las mujeres son débiles, las mujeres son sensibles y sentimentales, las mujeres no son buenas para leer mapas, las mujeres son buenas para cocinar… Para cada una de estos prejuicios, yo conozco muchas excepciones. Y estoy segura de que tú también. Pero también estoy convencida de que, sin quererlo, muchas veces, tú y yo impulsamos y fomentamos estos prejuicios, también en el sentido contrario, como mis comentarios sobre los hombres al inicio de este artículo (la diferencia es que en esos casos aún no ha nacido la excepción (es broma).
Dicho esto, debo confesar que muchos prejuicios de género me han llevado a sentirme, y a ser catalogada, en muchas ocasiones, más masculina que femenina. Y es que a mí de niña casi no me gustaba jugar a las muñecas, y más bien soñaba con ser bombera. En la adolescencia las mamás de mis amigos decían: los hombres y Lorena comen mucho, y hasta el día de hoy cuando voy al restaurante con mi esposo, nos siguen invirtiendo los platillos, es decir que a mí me sirven lo que él ordenó (por lo general, ensalada y jugo), y a él le sirven lo que yo ordené (pizza y cerveza).
(ps… después de releer este párrafo estoy imaginándome la imagen que van a tener de mí los que no me conocen caray…les pido que no se dejen llevar por los estereotipos…).
Un día mi mejor amigo me dijo que yo era casi casi hombre, pues en la fiesta soy más como un “compa” (amigo) pues tomo alcohol al mismo ritmo que los hombres y no tengo conversaciones comunes de “morras” (mujeres). Nunca supe si me lo decía como alago o como ofensa. Lo que es un hecho, es que son los mismos estereotipos sexuales que determinan que una mujer debería tomar menos alcohol que un hombre, y que en general las mujeres tenemos conversaciones más superficiales que los hombres.
No me considero una feminista radical, pero sí he tenido momentos de reivindicación, como hace poco, cuando en una boda a la que asistí estaban sirviendo de cenar, sin preguntar, pescado a las mujeres y puerco a los hombres. Entonces dije que yo quería puerco porque simplemente se me hizo injusta la asignación arbitraria del menú con la diferencia de sexo como único sustento. O como cuando en Guyana, en un restaurante, si eras mujer te servían la cerveza con popote. Yo me atreví a tomármela como hombre: sin popote.
También he reclamado cuando en lugares públicos sólo tienen cambiadores de bebés en los baños para mujeres. Recuerdo una vez estando con un amigo amo de casa y nuestros hijos en un restaurante. El tenía que cambiar a su hijo de pañal así que fue al baño pero en el baño de hombres no había cambiador. Le preguntó a la mesera qué hacía, y ella responde, como si fuera una obviedad: que lo cambie ella (o sea yo). Y efectivamente lo tuve que hacer yo, aunque no fuera mi hijo, porque para el restaurante simplemente no hay la opción de que un papá cambie de pañal a sus hijos, esa es una labor de mujeres.
Con respecto a la educación de mis hijos, también he procurado evitar los estereotipos de género: me negué a perforarle las orejas a mi hija al momento de nacer, pues pensé que era una decisión que ya tomaría ella a su debido tiempo y por voluntad propia, y no impuesto arbitrariamente por sus padres siguiendo tradiciones irracionales. Esto me costó que por lo menos en México, varias veces las personas pensaran que era niño, pues la gente para saber el sexo de un bebé lo primero que ve es si tiene aretes en las orejas. Entre sus juguetes me aseguré de que hubiera para mi hija una pelota y una caja de herramientas y para mi hijo una cocina y una carriola de bebé, además nunca he tenido ningún reparo en comprarle cosas de color rosa a mi hijo o vestir a mi hija de azul.
Sin embargo, me he dado cuenta de que todo esto no basta, y que, muchas veces, de manera inconsciente, sigo replicando patrones de estereotipos sexistas, como cuando regañé a mi hijo por pegarle a una amiguita diciéndole: No debes de pegar, y mucho menos a ella que es niña! A los dos segundos reaccioné, más que nada porque la mamá de la amiguita es una feminista declarada y una especialista en cuestiones de género. Me di cuenta de que mi regaño, más que enseñarle a mi hijo la importancia de no pegar, estaba reafirmando la debilidad y fragilidad de su amiguita por el sólo hecho de ser mujer. Si realmente quiero que mi hijo crezca pensando que los hombres y mujeres son, valen, y tienen exactamente los mismos derechos, debería empezar por enseñarle que no se le pega a nadie, independientemente de su sexo.
Así es que sí, el tener una amiga feminista me ha forzado a observar mis comentarios y a pasarlos siempre por el filtro de la equidad de género (algo así como cuando estoy con amigos ecologistas que me hacen ver la cantidad de desechos plásticos que usamos cada día sin darnos cuenta, o con amigos vegetarianos que me hacen descubrir que si comes un arroz preparado con caldo de pollo ya estás comiendo carne). Y me he dado cuenta que la mayoría de los prejuicios son completamente involuntarios, actos inconscientes resultado de patrones aprendidos y replicados de generación en generación.
Discriminamos y diferenciamos sin darnos cuenta, y rara vez analizamos nuestras aseveraciones. Es como cuando alguien me dijo, cuando mi hijo de menos de un año no quería tomarse su jugo: no quiere tomar porque su vaso es de niña (era un vaso color rosa de Dora la Exploradora). Estoy segura de que la persona no piensa realmente que el color del vaso puede influir en la decisión de un bebé tan chiquito, pero tenemos tan anclada la idea de que el rosa es de niñas y el azul de niños que se lo transmitimos a nuestros hijos hasta niveles extremos, sin darnos cuenta. Y creemos que realmente a un niño no le gusta el rosa por el simple hecho de haber nacido niño y no porque nosotros mismos se lo hemos enseñado e inculcado.
Personalmente, no es una casualidad que a los dos años la palabra preferida de mi hija fuera “fuchi” (me ensucié, está sucio) y la palabra preferida de mi hijo a la misma edad sea “aoch” (me duele, me caí). Las dos palabras las aprendieron de mí, pero es porque en algún momento puse más hincapié en la importancia de la limpieza y la apariencia en mi hija y la importancia de ser macho, y levantarse del piso sin llorar, en mi hijo. Es verdad también que mi hijo se cae mucho más que lo que se caía mi hija, pues busca situaciones más extremas al jugar, pero no sé si lo haga de manera natural, por ser niño, o porque sus papás, y su entorno, de manera inconsciente, lo impulsamos a que lo haga.
Para concluir, debo decir que en realidad estoy completamente en contra del machismo pero también lo estoy del feminismo radical. Me molesta de igual manera un hombre prepotente, violento y grosero hacia las mujeres como una mujer que aplica el machismo en sentido contrario, odiando a los hombres y sintiendose superior por el sólo hecho de ser mujer y buscando la interminable revancha por tantos años de sometimiento masculino. Ninguno es mejor que el otro, somos simplemente diferentes pero iguales. Por lo que defenderé siempre la equidad de género, y así como nadie tiene derecho a servirme pescado, sin preguntarme, y sólo por ser mujer, militaré para que mis hijos sean tratados igual independientemente de su sexo, y del color de su vaso, empezando por mí y por mis actos discriminatorios inconscientes e involuntarios. Deseo que sean merecedores del mismo trato y respeto, los mismos derechos, las mismas oportunidades, los mismos sueños y metas, el mismo salario, y la misma calidad de vida, así tengan pene o vagina.