Competitividad Maternal

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Vivimos en una época en que capitalismo y consumismo rigen nuestra vida. La competitividad es primordial no sólo para la supervivencia de los mercados, sino también en ámbitos sociales como único medio para destacar y sobresalir de las masas.

Desde que nacemos nos enfrentamos a una serie de retos que determinan nuestro futuro: competir por el amor de nuestros padres, competir para obtener un lugar en tal o cual escuela, competir para ser el mejor de la clase -o mínimo el consentido de la maestra-, competir para tener un mejor puesto laboral, para obtener un aumento de sueldo, para encontrar al mejor esposo… y hemos llegado al punto de competir para tener a los mejores hijos.

Obviamente en este último punto se carece de toda objetividad, pues como sabemos, cada madre tiene al mejor hijo del mundo. Sin embargo, la presión social por cumplir con ciertos estándares de calidad en la educación y crianza de los niños es muy fuerte, hasta llegar al punto de querer estandarizar procesos, a veces apoyados por manuales que casi podrían ser instructivos de uso para hijos y que pretenden sistematizar lo que es naturalmente imposible de sistematizar.

Muy seguido tratamos a nuestros hijos como si fueran un bien que adquirimos y que además nos costó mucho trabajo (¡y dinero!) obtenerlo. Como con cualquier producto, no queremos que nos salga defectuoso, y como desde el principio nos previnieron que no se aceptaban cambios, si por algo sale con defecto nos quedan dos opciones: a) hacer todo lo posible para que los defectos no se noten, pues no queremos que la gente se burle de la tomada de pelo o b) vivir quejándonos de la manera en que nos vieron la cara. Es decir que nos gusta decir que nos “salió” (como si fuera un tazo en una bolsa de Sabritas) un súper hijo bien portado, obediente, que nunca llora, o decir que nos salió uno vaguísimo, desobediente y chillón. Rara vez decimos que a veces se porta bien y a veces mal, que a veces obedece y otras no, así como lo hacen todos los niños. Parece ser que lo importante es que el niño sobresalga, no queremos que parezca que es uno más del montón, queremos que sea “de marca”.

Otra opción es tratar de maquillar nuestra adquisición con “gadgets” del estilo una carriola cara y llamativa, ropa, juguetes y accesorios. Por lo general los bebés de sexo femenino son más fáciles de optimizar a través de accesorios llamativos del estilo moños inmensos, aretes de oro puro, zapatitos coquetos…, en cambio los de sexo masculino la única manita de gato que se pueden dar al nacer es la circuncisión, y es difícilmente presumible.

Es importante que todos los gadgets cumplan también con ciertos estándares, desde los pañales (evita Kleenbebé, prefiere Huggies), hasta los biberones (prefiere Avent, evita Curity) pues si no parece que nomás te alcanzó para el producto estrella y no para todos sus derivados (es como tener un Iphone sin protector, un Ipad sin aplicaciones o un SmartPhone sin conexión internet).

Una estrategia natural de la competitividad, que se manifiesta muchas veces a través de la mercadotecnia, es hacer creer que nuestro producto es el mejor, y buscarle defectos al de la competencia. Hay muchas mamás (y papás) que se entretienen buscando cuál de los bebés tiene las orejas más grandes y aclamando que su bebé tiene las orejas perfectas, sin darse cuenta que también tiene una cabeza de huevo bastante pronunciada. Muchas veces si tu producto no tiene nada que presumir entonces puedes publicitar cualidades secundarias como que le crecen rapidísimo las uñas, o que produce muchas babas.

Por eso las mamás nos queremos consolar pensando que nos tocó el mejor producto, que valió la pena el gasto, que nadie nos vio la cara y que hicimos una buena compra. Pasamos mucho tiempo comparando nuestra adquisición con las de otros, nos fijamos bien en todo lo que “viene” con el producto: “me vino con cabeza redondita, me vino con manchitas de nacimiento, me vino con reflujo, me vino con cólicos, me vino con vellos en las orejas…” .

Entre los estándares de calidad que un bebé debe de pasar para ser orgullo maternal están el cumplir con ciertos patrones tanto cualitativos como cuantitativos. Entre las cualidades que se aprecian al nacer son: nariz chiquita, ojo grande, boca mediana, manos grandes, oreja chica, cachete discreto, pelo ni muy muy ni tan tan. Algunos extras que pueden aumentar el valor son el ojo azul, el cabello claro, las pestañas largas o la barbilla partida.

Entre las cualidades cuantitativas a las que sometemos a una criatura desde el mismo día de su nacimiento están la cantidad de horas de trabajo de parto, puntaje en test APGAR, cantidad de horas de sueño continuo, cantidad de comida que se digiere, cantidad de tiempo entre comidas, cantidad de gramos y centímetros al nacer, cantidad de gramos y centímetros de crecimiento mensual.

Todas las cifras obtenidas deben de satisfacer no sólo las expectativas de la madre, la abuela, el pediatra y todo el entorno cercano de familiares y amigos, pero también de desconocidos que pueden llegar a abordarte en el supermercado cuestionándote algunos de los estándares (Cuánto pesa? Cuántos meses tiene? Cuántos bibis se toma al día? Cuántas siestas duerme? Cuántas horas duerme en la noche? Cuántas veces hace caca al día?).

Es curioso notar que cuando uno se convierte en adulto las personas te dejan de preguntar tanta información cuantitativa, y ya lo importante no es cuántas horas duermes, sino si descansaste; o cuántas veces vas al baño, sino saber si todo salió bien; ni cuánto comes, sino si fuiste capaz de digerirlo correctamente; ni cuántos dientes tienes, sino si están todos en su lugar. Por lo tanto, si tanta cifra no es importante cuando creces, ¿por qué lo es en un pequeño ser inocente que acaba de aterrizar en esta Tierra?

No hay duda de que seríamos incapaces nosotros mismos de cumplir con las exigencias que hacemos a nuestros propios hijos. Queremos que cumplan con horarios definidos, que coman la misma cantidad de comida todos los días y a la misma hora (nadie come todos los días de la semana a la misma hora, ni cuenta las horas entre el desayuno la comida y la cena ¿o si?). Queremos que duerman todos los días la misma cantidad de horas (como si no hubiera días en que andamos más activos que otros). Que siempre estén de buenas (como si los adultos anduviéramos siempre tan alegres, sonrientes y de buen humor). Que duerman solos lo antes posibles (aunque todos así de grandotes seguimos prefiriendo dormir acompañados, aún si nuestros padres no nos hayan malcriado dejándonos dormir con ellos). Queremos que compartan todos sus objetos preciados, es decir sus juguetes, a todos, aún a desconocidos (como si nosotros fuéramos tan generosos como para prestarle nuestro celular a cualquier tipo que nos encontramos en un parque). Queremos que nuestros hijos nos obedezcan al instante, como si carecieran de personalidad o nos debieran obediencia eterna por el sólo hecho de traerlos a este mundo (recuerda: tus hijos no son tuyos, sólo vienen a través de ti).

No queremos que un bebé llore, aun siendo este su único medio de comunicación y de expresión. Es cómo si a los “grandes” no se nos permitiera hablar,  y en cuánto lo hiciéramos nos llevaran muy lejos, escondiéndonos de la gente, o nos metieran un artefacto plástico en la boca (también llamado chupón), o nos pegaran a una chichi inmediatamente a fin de retener el sonido (este último punto sería sin duda del agrado de muchos adultos del sexo masculino).

Moraleja, creo que lo importante con los hijos, fuera de si nos hacen tener un buen lugar en la competencia o no, o si siguen al pie de la letra el instructivo que leíste o que te sugiere el pediatra, es que están aquí, te escogieron y vinieron a cambiarte la vida (siempre para bien, aunque te haya salido el más vago de todos). No importa los “cuántos” pero los “comos”. No vale la pena contar los minutos ¿Para qué quieres que coman rápido y duerman mucho? Mejor aprovechemos lo más posible el tiempo que pasamos con ellos y que ellos quieran pasar con nosotros, pues seguramente llegará el día que no quieran dormir con nosotros, aunque les roguemos, y no porque prefieran dormir solos.

 

Este artículo está inspirado en los libros Entre tu pediatra y tú, Bésame mucho y  Mi niño no me come, del pediatra Carlos González.

Acerca de LaLoren

Migrante permanente: 21 años tapatía, 1 lyonesa, 2 parisina, 2 grenadina, 1 guadalupense, 1 chiapaneca, 1.5 chilanga, 1 trinitaria, 0.5 ginebrina, 3.5 panameña, 1.5 libanesa
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