2 de Noviembre

Se cumple un año de que se fue mi abuelo. Hace un año no tuve ni la fuerza ni la inspiración de escribir. Me dolió muchísimo su partida, pues a mí me tocaron vivir tiempos que me hicieron creer que mi abuelo era invencible e inmortal.

Me tocaron los tiempos en dónde la casa de los abuelos era muy diferente a lo que fue en los últimos años. Para empezar, me tocó ver a mis abuelos durmiendo en la misma cama. Una cama muy grande en dónde cabían ellos más algunos de sus nietos. Irse a dormir a casa de los abuelos era una diversión y nunca un sacrificio. Uno se iba a acostar en medio de los abuelos, y si tenías la suerte de quedar a lado de uno de ellos entonces tenías una sesión de piojito garantizada. Si no tenías tanta suerte entonces te tocaba dormir en el tendedero de la alfombra, que no era tampoco tan malo porque en ese caso la tele te quedaba más cerca, y entonces podías ver Chiquilladas, Cuna de Lobos, Alfred Hitchcock o el Festival de la OTI, y si era domingo en la mañana entonces no te podías perder a Chabelo, y en la noche por supuesto, Siempre en Domingo. Por las tardes también podías ver caricaturas como la Pantera Rosa, Don Gato y su Pandilla, Remy, los Monkiki, otra de monitos como snorkells… Eran los tiempos en que asomarse al ropero de mi abuela era la aventura más grande. Los tiempos de dulces Sonric’s, nieves Holanda, Chocomilk, chocolates y gomitas por doquier. Los tiempos de frutas secas, chabacanos, pistaches, y nueces aún en cáscara que uno abría con un instrumento de alta tecnología que sólo mis abuelos tenían.  

Las escaleras de casa de mis abuelos eran muy diferentes a lo que son ahora, antes tenían un apartado secreto en dónde uno se podía esconder sin dejar de ver quien bajaba o quien subía. Las escaleras también servían de colgaderas olímpicas dónde uno iba midiendo su estatura. Este deporte consistía en saltar, agarrarse del escalón y quedarse colgado el mayor tiempo posible. Mientras más alto eras, más arriba te colgabas. Otro deporte extremo que también se practicaba en casa de los abuelos era el salto al vacío, y consistía en que alguno de los tíos, de preferencia Juan Carlos o Jorge te cargara y te lanzara al techo.

Mi abuelo, en esos tiempos, siempre traía una pluma en la bolsa de su camisa de cuadros y un peine. Lo encontrábamos habitualmente haciendo algo con sus manos, si no era limpiando frijoles, cerrando cajas, o haciendo cuentas en una libreta era jugando solitario o llenando crucigramas que me encantaba observar después nada más para admirar su escritura parejita y en mayúsculas. Cuando no estaba haciendo nada entonces estaba sentado en la mesa leyendo El Informador o fumándose un cigarro. Más adelante, cuando sus ojos lo traicionaron, siguió siempre haciendo cosas con sus manos, como llenar bolsitas de dulces y cerrándolas muy fuerte con una liga para después regalarlas al afortunado que lo fuera a visitar, o haciendo bolitas de migajón para sus palomas. Siempre tenía algo que darle a alguien, a sus hijos, a sus nietos, a sus palomas y hasta a su mujer, aunque se lo daba muy a la discre para que no se fuera a malinterpretar.

Por las tardes sus hijas, hijos y cuñadas venían a jugar Continental con él, y era cuando la casa de los abuelos se convertía en una especie de casino-guardería única en su género, en dónde todos salíamos ganando, tanto chicos como grandes. Mientras tanto mi abuela estaba en la cocina preparando algo de comer, si teníamos suerte eran tortillas de harina que ayudabas a aplastar con un artefacto de madera y que después veías inflar encima de la plancha. Comerte una tortilla recién hecha, aún calientita, te hacía el día, si además le ponías frijoles ahí sí era el paraíso. También podía estar preparando coyotas, en cuya fabricación podías participar poniendo el piloncillo, pero nunca haciendo la orillita pues esa nada más a ella le quedaba bien.  Otra opción era que estuviera preparando tamales, y ahí lo más divertido era pelar las mazorcas de maíz, separando muy bien las hojas más bonitas y encontrar los pelos de elote más güeritos y parejitos para imaginarte una peluca.

A mí me tocó viajar con mi abuelo, a Hermosillo, a Santa Ana, y a Tucson en dónde me presentó a su amiga La Negra que tenía un perro punk. También me tocó que me metiera al mar en Bahía de Quino, que me presentara a sus amigos en León o en el Mercado de Abastos, o que me llevara a conocer a las momias de Guanajuato, todos montados en la camioneta de mi tía Lucy. También me encantaba que me llevara a Gigante o a la Comercial Mexicana a hacer el mandado y después comprarme una dona de chocolate en la panadería de enfrente, para después llegar a la casa a que me preparara una Chivichanga de frijoles como nada más a él le salían. Me tocó acompañarlo a ver si su cachito había salido sorteado, para después esperar a que le bolearan los zapatos. En ese entonces mi abuelo organizaba fiestas del Día del Niño para sus nietos, y en Pascua nos escondía huevos y conejos de chocolate por toda la casa.

Esos sí que eran verdaderos festejos de Pascua. Desde principios de año mi tía Lucy iba separando los cascarones de huevo que utilizaba en la cocina. Les hacía un hoyito chiquito y por arte de magia lograba sacar todo su contenido para preparar el desayuno. Después de lavarlos los iba colocando nuevamente en sus cartones acomodados en la alacena. Así, sus hijos y sus sobrinos llegábamos los fines de semana a pintar los huevos con pinturas vegetales y llenarlos de confeti y si nos dejaban, también de harina. Preparábamos también el engrudo para poder pegarles la tapita de papel de china. Todavía hoy cuando huelo el engrudo me transporto a casa de mi tía Lucy.

Eran tiempos de bodas, bebés y bautizos. Cuando los conflictos entre hermanos o cuñados eran imperceptibles, por lo menos para mí, y entonces creía que tenía una familia perfecta y unida. Se organizaban intercambios navideños,  pastorelas, obras de teatro en la cochera y espectáculos en dónde podíamos contar con la presencia de famosos del estilo de Gloria Trevi, Verónica Castro, Rebeca de Alba o Timbiriche. Todas las navidades estábamos en casa de los abuelos y todos los nietos esperábamos “dormidos” a que dieran las 12 y entonces mi abuelo subía a avisarnos que ya había llegado Santa Claus. Y es verdad, una vez alcanzamos a ver su trineo desde la ventana.

Eran los tiempos en que Mario lavaba carros con cotonetes y estaba estudiando una maestría en Forrado de Libros, Cuadernos y Regalos. Los tiempos en que Juan Carlos tenía un cuarto de adolescente lleno de posters de Pink Floyd y de una boca con la lengua afuera. Los tiempos en que la Mana tenía un muñeco Kiss gigante. En ese entonces todos mis tíos eran coleccionistas, Mario de envolturas de chocolates y dulces (sobre todo los gringos); Juan Carlos de casettes de música grabados; la Mana de peluches; Jorge de monedas y billetes; Quique de timbres y Martín de novias. Gracias a mis tíos, la casa de los abuelos era casi un zoológico en donde uno encontraba tarántulas (mascota de Mario), serpientes (mascota de Martín) y tortugas prehistóricas gigantes (seguro era una cahuamanta esperando ser cocinada…).  

Eran tiempos de jugar a las escondidas y ganar los closets, de jugar stop y correr hasta la esquina de Jesús García, de jugar bebeleche y hacer la bola de papel de baño mojada más grande y sólida posible. En ese entonces, uno jugaba en la calle de Amado Nervo como si fuera el jardín de la casa, no había carros estacionados así que ese carril nos pertenecía y ya las marcas del stop o el bebeleche eran permanentes. Había un árbol inmenso fuera de casa de los abuelos que podías escalar o si no podías recoger manguitos verdes o recolectar tréboles para comértelos con limón y sal. También te podías subir a la azotea y ver las palomas de los vecinos y también desde ahí ver la lavadora de mi abuela que era igual a la del comercial de Chaca-Chaca. Los tiempos de kermeses en las escuelas, en los Xaverianos o en la Santa Cruz; de ruedas de la fortuna y carritos chocones, de jugar a la Tómbola y ganar unos Tupper Wear, de coleccionar tarjetitas para el álbum de los Juegos Olímpicos de Los Ángeles ’84, del Mundial México ‘86 con Pique, o de las tarjetitas de “Amor es…”. El tiempo de las Trapper Kipper, sus folders psicodélicos y de las calcomanías rascahuele.

 Los tiempos en que Mario me podía agarrar a cosquillas hasta hacerme llorar de la risa, o me hacía el paro de adelantar la llegada del ratón, al arrancarme el 1er diente de leche gracias a un hilo amarrado a la puerta del baño de abajo y a un fuerte tirón. Mi tía Mana tenía el cuarto de mis sueños, con un balcón y baño privado, lleno de peluches y con un cuadro de un payaso sonriente que no daba miedo. Me regaló mi primer labial y mi primer perfume que me hizo escoger a mi flor preferida: Gardenia.  Por ese entonces me tocó conocer Reino Aventura con mi tío Juan, y aún guardo una foto de nosotros dos con al dinosaurio rosa. Fue también mi tío Juan quien me hizo descubrir que la música siempre estaría ahí para mí, en los buenos momentos pero también en los malos, y me grabó mis primeros casettes, en ese entonces también me rebautizó con el nombre de Lorenza, que hasta el día de hoy sigue utilizando. Recuerdo que mi tío Martín tuvo su primer departamento de soltero en Amado Nervo 681-B, y tenía un acordeón de fotos de todas sus novias. En esos tiempos mi tío Quique me escribía cartas desde Monterrey, comenzando siempre con: “Querida Lorenita:” y platicándome todas sus vivencias de estudiante (seguramente gracias a él yo también me imaginé siempre de estudiante) o cuando estaba en Guadalajara venía a la casa y me contaba cuentos antes de dormir o me ponía el disco de Cri-Cri. Eran también tiempos de bohemia de mi tío Jorge,  de su cuarto siempre salían sonidos de cuerdas de guitarras y olores de revista “Guitarra Fácil”, y si uno andaba de suerte podía venderle masajes que consistían en pararse y caminar en su espalda, después se bajaba a la cocina y se servía un vaso gigante de leche que se tomaba en un tiempo récord de 2 segundos. En ese entonces Beto subía a todos los sobrinos a su carro y se los llevaba toda la tarde a Showbizz Pizza Fiesta a ver a una banda de osos mecánicos tocar mientras uno comía pizza apresuradamente antes de ir a saltar a la alberca de pelotas y a esperar a que el tío Beto viniera con miles de fichas para todos los juegos. Mi tía Martha me llevaba a dormir a su casa, me prestaba una muñeca sagrada que escondía en la parte de arriba de su closet y me enseñaba a armar sus Matrioshkas rusas. Me traía vestidos de cada uno de sus viajes por el mundo, y me regaló los plumones más chidos que he tenido y que añoro tanto, en forma de ratón. En esos tiempos yo pasaba las vacaciones en México, con mi tía Ceci, quien, con su particular modo, me hizo descubrir el teatro y los museos, me inculcó la curiosidad por los libros y creo, que involuntariamente, me acercó al mundo del debate y la retórica. En esos tiempos mi tía Ceci me llevaba a festejar mi “no-cumpleaños” a un restaurante en donde los meseros incrédulos que caían en la trampa me traían un pastel con vela, me cantaban las mañanitas y me regalaban una malteada de fresa con un popote loco retorcido. Mi tío Ramón tenía una camioneta-casa, con cama y toda la cosa, con la que nos fuimos hasta Disneylandia;  y en su casa siempre tenía juguetes nuevos, que nadie más tenía, como robots que caminaban y prendían luces. Cuando llegaba a casa de los abuelos nos encantaba asomarnos por la ventanita de su camioneta para ver qué traía, casi siempre eran puras cajas pero podían contener grandes sorpresas como dulces o juguetes. Mi tía Lucy en esos tiempos siempre usaba guaraches, y siempre tenía las uñas pintadas. Le gustaba preparar waffles y hot cakes e invitar a todos a desayunar a su casa los domingos. Cuando llegábamos estaban las botellas de leche – cuando aún eran de vidrio como las de Don Gato y su Pandilla-  que esperaban en la cochera. En su alacena siempre había Tin Larín y otros chocolates nacionales. Vendía ropa muy bonita que transportaba en bolsas de plástico gigantes. Las visitas de mi tío Pancho eran siempre garantía de nuevos dulces americanos en casa de los abuelos, sobre todo de esas barras de chiclosos que se quedaban pegados en tus dientes por días, y además cuando traía a sus hijos Fer y Pato todos nos aglutinábamos para ver a los primos regios güeros.

Mi abuelo, con su humor irónico hasta el final, decidió irse un Día de Muertos, así nadie tendría el descaro de olvidarse. Alguna vez me lo dijo, entre bromas y en serio, como lo solía hacer: Yo, el 2 de noviembre me voy a ir. La última vez que lo vi platicamos como siempre, le dije que Gavino se había quedado a ver un partido de la Serie Mundial, Philadelphia vs. Tampa Bay. Le pregunté ¿quién va a ganar? Me dijo: ah pues los Phillies, claro. Tuvo razón, los Phillies ganaron por 1a vez la Serie Mundial desde 1980. Ese día, al despedirme, por primera vez en muchos años mi abuelo no me preguntó cuando regresaba. Quizá sabía ya que era él quien se iría, en menos de una semana.

Puesto que se cruzaron en el camino, Léa no tendrá ningún recuerdo de su bisabuelo, a excepción de lo que yo le pueda transmitir. Sin embargo, ella ya empezó a llenarse de lo que serán sus propios recuerdos, de abuelos, tíos y primos. Y nada más de pensarlo, me muero de emoción y encuentro el verdadero sentido de la vida. Mi abuelo, a pesar de la cantidad de nietos, siempre me hizo sentir especial, y es con estas palabras que yo también deseo transmitirles lo especial que son cada uno de ustedes, de qué manera forman parte de mi vida, y como añoro los tiempos pasados sin dejar de conmoverme por los tiempos futuros.

Lorena

 

 

Acerca de LaLoren

Migrante permanente: 21 años tapatía, 1 lyonesa, 2 parisina, 2 grenadina, 1 guadalupense, 1 chiapaneca, 1.5 chilanga, 1 trinitaria, 0.5 ginebrina, 3.5 panameña, 1.5 libanesa
Esta entrada fue publicada en Familia, Reflexiones personales, Todos mis escritos y etiquetada , , , , . Guarda el enlace permanente.